Y si tanto daño acarrearía á los hombres la ignorancia de lo que hay en paises apartados, y por desterrarla han emprendido los sabios viajes tan arriesgados y costosos, ¿cuanto mas dañosa será la ignorancia de lo que tenemos dentro de nuestra casa y pais? Fray JAIME VILLANUEVA
El patrimonio:
una herramienta para la cohesión comunitaria
"El patrimonio cultural no existe, sino que se trata de un valor añadido, que convierte algunas cosas (inmuebles, muebles o inmateriales) en elementos de referencia para una comunidad". Esto ocurre, tanto hacia adentro (para los miembros que la conforman o que quieren formar parte de ella) como hacia fuera (los “otros”, en el sentido más amplio). Desarrollaremos estas ideas,  para aplicar el concepto del patrimonio como herramienta de cohesión comunitaria.
Un valor añadido
El valor patrimonial no va unido a las cosas, ni siquiera a las más valiosas (cuando lo valioso ya es una característica añadida). Visto desde la distancia parece desconcertante comprobar como esos valores añadidos son cambiantes, y lo que en algunos momentos tiene la mayor apreciación, más tarde se convierte en cosa despreciable hasta que vuelve a ser considerado… Recordemos el cíclico interés hacia los edificios llamémosles monumentales. ¿No constituyeron, los inmuebles construidos por los romanos, una cantera durante siglos, puesto que proporcionaban piedras más o menos bien talladas, y fáciles de conseguir? ¿No decían, mucha gente, que la mejor cal se conseguía de las estatuas y otras decoraciones talladas en mármol de Carrara? La misma idea de ruina, que en su estado original significaba un abandono y una falta de mantenimiento, se convierte con el paso de los años, y con el valor añadido, en un elemento mayor de interés.
¿Quién añade este valor? Esta es probablemente una de las preguntas más interesantes y difíciles de contestar. El valor patrimonial no viene constituido por el valor material de los objetos, aunque esta riqueza ayuda, ni por la importancia de quienes lo mandaron hacer o lo habitaron, aunque esa presencia pasada también colabora. A menudo, el valor patrimonial no sólo contradice sino que se opone a los valores originales del objeto, y estos valores añadidos constituyen la fuente de referencia, la certificación patrimonial.
Dar valor cuando lo han perdido
A menudo escuchamos, sobre todo con referencia a objetos etnológicos del pasado cercano, cuando un objeto ha perdido su valor actual, que “habría que llevarlo a un museo”. Esto vale tanto para las planchas de vapor como para los viejos ordenadores, las neveras manuales o cualquier otro objeto obsoleto, en regular estado de conservación, y cuyo uso ha perdido interés, bien por el esfuerzo que supone utilizarlo, o bien porque nuevas tecnologías han facilitado la función de la cosa original.
Se convierte por tanto en cosa de museo aquel objeto que, a pesar de ser inútil, ha sobrevivido al paso del tiempo. Entonces se le añade un nuevo valor pues ahora se trata de un objeto que ya no puede ser utilizado sino que debe ser contemplado, y que puede servir de referencia para las generaciones futuras.
La creación de colecciones de museos, por el contrario, al menos en lo que se refiere a los objetos de valor etnológico, debe seguir un proceso bien distinto: no se guarda aquello que ha llegado hasta hoy, sino que se forman conjuntos de objetos que tienen no solo valor por ellos mismos sino con referencia a los otros de la serie, y que han sido conseguidos tras un trabajo de investigación. En cierto modo ocurre lo mismo con la metodología arqueológica: una pieza, por muy extraordinaria que sea, carece de interés, si se desconoce el conjunto (nivel, yacimiento, emplazamiento…) del que forma parte. Esto justifica la obsesión aparente por parte de los arqueólogos para controlar a los llamados “clandestinos”, que sólo buscan objetos, mientras que los otros necesitan la información, que solamente puede obtenerse con una metodología apropiada.
Unos inmuebles inútiles
Esta adición de valor es mucho más evidente en los edificios, especialmente en aquellos que han cesado las actividades para los que fueron concebidos. Los monasterios, que fueron en su mayor parte expropiados violentamente en el siglo XIX, en un proceso denominado desamortización, pasaron a ser fábricas, edificios de la administración o campos de cultivo. Es en este momento en que, privados de su contenido original, se convirtieron en “referencia histórica”, en signo de identidad, en imagen de una población que poco los había apreciado unos años antes. Esto ocurre, de manera especial, en aquellos inmuebles de carácter industrial, que han quedado obsoletos.
Una de las leyendas urbanas, que son la tradición oral de los tiempos presentes, que más circula con referencia al patrimonio, es que las chimeneas de las fábricas desaparecidas están todas protegidas. Recordemos que una chimenea es un objeto, generalmente de planta cuadrada en su base, pero de sección circular en la altura, construido con fábrica de ladrillo cocido, de grandes dimensiones, pero que ocupa una pequeña superficie. Estas características justifican, objetivamente, su conservación: la estructura está bien hecha y aguanta; ocupa poca superficie, pero al ser tan elevada su derribo es complicado o peligroso: no se trata de tirar de un cable hasta que caiga, con resultados imprevisibles, o de montar un elevado (y caro andamio) para tumbarlas. Es más fácil creer (y hacer creer) que es un elemento patrimonial, y que por tanto debe ser conservado. Desde un punto de vista técnico, las chimeneas carecen de interés, separadas del conjunto industrial que les dio vida y justificó su construcción: una chimenea sin fábrica no se entiende. Sin embargo no solamente proliferan como elementos de recuerdo de una instalación anterior, sino que, incluso, se construyen de nuevo para dar, en un parque o en una urbanización, un recuerdo difuso de otros tiempos.
El fenómeno de la conservación de inmuebles industriales plantea grandes problemas, que fueron mal resueltos por la permanencia esas chimeneas aisladas de todo contexto. Las instalaciones industriales de finales del XIX o principios del XX son edificios, a menudo hermosos, con una tecnología obsoleta, y por tanto productores, entre otros elementos, de ruidos, de humos y de calores, lo que ahora llamaríamos instalaciones altamente contaminadoras. Por lo general estos edificios se encontraban alejados de los centros de las poblaciones, y no causaban problemas urbanísticos. Sin embargo, al extenderse las ciudades, los conjuntos industriales son fagocitados poco a poco, y lo que era un centro de producción, y por tanto de riqueza, en cualquiera de los sentidos, ubicado en la periferia, se convierte en un foco de molestia, que es preciso erradicar. Cuando la presión aumenta, aparecen otros elementos contradictorios: no se debe cerrar la fábrica porque proporciona puestos de trabajo (más de los necesarios debido a la tecnología obsoleta) y tampoco se debe trasladar fuera para aumentar los costos de transporte (tanto económicos como temporales).
Al final, las fábricas cierran, por motivos de especulación urbanística, de cambio de tecnología, de renovación de mercados y de personal… Y entonces ocurre un doble fenómeno de gran interés: la idealización del pasado y del futuro. Por un lado, lo que antes era agobio, congestión, rigidez, se convierte en signo de referencia: “¿Te acuerdas de la sirena de la fábrica, que marcaba la vida, de día y de noche?” El pasado se idealiza, y se muda en una edad dorada, en aquello que los franceses llaman “la petite mémoire”, una selección de lo amable, armónico y feliz, lejos de la dura vida cotidiana de la fábrica en su esplendor.
Por otro lado hay siempre un movimiento vecinal que reivindica los edificios ahora vacíos de contenido y de función, y a menudo también de aquellos elementos industriales que los justificaron, para convertirlos en “elementos de identidad del barrio”. Elementos de identidad, sí, pero a cambio de vaciarlos del sentido original: el matadero será ahora una piscina pública, o una casa de cultura o una biblioteca… Surge además la gran pregunta: ¿Quién paga? Porque la fábrica, o la instalación industrial, o lo que sea el conjunto, cerró por dos motivos principales: el primero, casi siempre, por especulación urbanística; el segundo por evolución tecnológica y cambio de organización empresarial. El cambio de significado lleva parejo una adaptación siempre cara, puesto que las instalaciones inmuebles dejaron de ser mantenidas, hace años, cuando ya se preveía el cierre… Finalmente el edificio es, tras largas negociaciones económicas y urbanísticas, conservado en parte (la chimenea, por ejemplo), y aún esta parte es vuelta a escribir por los arquitectos, que utilizan, a discreción, elementos originales, cambiándolos de significado, de contenido, e incluso de ubicación, para los nuevos usos previstos. ¿Qué queda pues del inmueble original, si cambió su uso, su tecnología, su propia forma? Un valor, difusamente añadido, que convierte al nuevo inmueble, con ciertos elementos originales, en un elemento de identidad para la comunidad, aunque, seguramente, sin apenas relación con el origen real de la instalación.
 
Conclusiones
Proponemos, desde la antropología, dotar de contenido al patrimonio de una comunidad urbana o rural, relacionando a sus habitantes con ese valor añadido. Hay dos maneras: el conocimiento directo, que repercute en su conservación y en su valoración, y el conocimiento ritual, esto es la implicación del monumento en las actividades repetidas de la comunidad.
La gestión urbanística debe ser especialmente respetuosa con las tradiciones antiguas o actuales: ciertamente una plaza o una calle puede tener contenido ritual durante unas pocas horas al año, pongamos por caso para una procesión o para un desfile, pero si se dota de árboles o de cables que impidan el paso de los carruajes, pongamos por caso, a corto plazo no solamente se desvirtúa una tradición sino que se empobrece, sin necesidad, la vida comunitaria del grupo.
Las actuaciones patrimoniales, especialmente aquellas que permiten recuperar valores perdidos o que ponen en valor elementos ocultos, deben ser contadas y repetidas hasta la saciedad, para que la gente integre esa actuación en su conjunto de creencias y de valores, y convertirse así en un participante más.
Cualquier actuación patrimonial es siempre una opción, del mismo modo que cualquier explicación del patrimonio no es más que una entre las posibles: por esto debe ser explicada. Pero al mismo tiempo, antes de emprender una actuación, especialmente en aquellos puntos susceptibles de usos simbólicos o rituales, es imprescindible apoyarse con un trabajo de investigación antropológica, que permita desvelar las necesidades, más o menos latentes, de una comunidad, que puede ver destruidos sus elementos de identidad por una obra a deshora. No solamente debe tenerse en cuenta el uso habitual de un espacio; mucho más importante es el uso ritual de ese territorio, que pude tirar abajo la mejor actuación urbanística. No cabe decir que desvíen la procesión o la cañada por la autopista; debe ser ésta la que ceda el paso a la otra, para asegurar el éxito de la actuación.
Es curioso como el patrimonio, que es un valor tan considerado desde un punto de vista simbólico, carece del acompañamiento económico necesario en los presupuestos, tanto locales, como regionales o estatales. Aún así, cualquier actuación, realizada y divulgada, es apreciada mucho más de lo que pudiera colegirse por el porcentaje económico invertido.
Por tanto, participación ritual comunitaria, y conocimiento personal, dos modos de llegar a aprender el patrimonio. Probablemente dos maneras contradictorias; la primera es más intuitiva, y por tanto mucho más emotiva, mientras que la segunda es mucho más racional, y aparentemente requiere un esfuerzo mayor. Sin embargo se trata de dotar a una comunidad de ambos cauces, ritual y educativo, para relacionarse con su medio, con aquellos elementos que han sido elegidos, a veces no sabemos como, otras veces por azar, incluso por necesidad, como elementos que forman parte de su paisaje cotidiano y de su entorno referencial.
Probablemente, de este modo, haciendo participar el patrimonio como valor de referencia, incluyendo valores patrimoniales o dotando de ellos a nuevas actuaciones, puede valorarse, a nivel comunitario, actuaciones que de otro modo serían rehusadas o combatidas. Y así, el valor añadido patrimonial se convierte, por el conocimiento por el ritual, en el significado central de edificios, objetos o actividades de nuestro entorno más próximo.
                Extraido de las publicaciones de
                                                            Francesc LLOP i BAYO (© 2003)